La historia del Bugatti Veyron es una de esas que parecen sacadas de un guion imposible. Un coche que costaba 1.7 millones de dólares pero que, con cada unidad vendida, representaba una pérdida cercana a los 7 millones para su fabricante. Fue el capricho más caro del Grupo Volkswagen, un superdeportivo tan perfecto, tan obsesivo, que acabó por desafiar incluso la lógica financiera.
Todo empezó en 2005, cuando Ferdinand Piëch, el entonces jefe del Grupo VW y nieto del mismísimo Ferdinand Porsche, se propuso crear el coche más rápido, lujoso y potente del mundo. Lo logró, aunque a un precio insostenible. Así nació el Veyron, una criatura casi mitológica con motor W16 de 8.0 litros, cuatro turbos y 1,001 caballos de fuerza. Con esa configuración era capaz de romper la barrera de los 407 kilómetros por hora, algo impensable en su época.
Pero este no era solo un cohete sobre ruedas. El Bugatti Veyron era también una declaración de lujo absoluto. Tapicería artesanal, aluminio pulido a mano, piel tratada por expertos y una calidad de ensamblado que lo hacía parecer más una escultura que un hiperdeportivo. En el tablero, no había pantallas táctiles ni adornos digitales innecesarios: solo materiales nobles y tecnología invisible trabajando en segundo plano. Tenía un sistema de sonido desarrollado por Burmester y un cuadro de instrumentos inspirado en relojería suiza.
Para sostener su potencia, los ingenieros de Bugatti desarrollaron un sistema de 10 radiadores. El sistema de frenos requería discos de carbonocerámicos diseñados para aviones y neumáticos especiales firmados por Michelin que costaban 38,000 dólares por juego, aproximadamente 737,617 pesos. Aun así, a velocidad máxima se deshacían en 15 minutos. Y el tanque de 106 litros solo ofrecía 12 minutos de aceleración total antes de vaciarse. El costo de mantenimiento de este autos es obviamente una locura.

Durante sus diez años en el mercado, solo se fabricaron 450 unidades. A pesar del precio de venta, el desarrollo del Veyron costó más de 1,600 millones de dólares. La razón del desbalance era clara: los ingresos por ventas jamás alcanzaron para cubrir la inversión en ingeniería, materiales y producción. Un informe de Technology.org lo resume sin rodeos: Volkswagen perdía 6.2 millones por unidad vendida.
Pero ahí está lo interesante. El Veyron fue una apuesta tecnológica que trascendió las hojas de cálculo. La plataforma que nació con este modelo sirvió como base para el Bugatti Chiron y, más adelante, para el Chiron Super Sport 300+, el coche que en 2019 superó los 480 kilómetros por hora. Posteriormente el Bugatti W16 Mistral obtuvo el récord del auto descapotable más rápido del mundo. Sin el Veyron, eso jamás habría sido posible.

Volkswagen lo sabía. No invirtió para hacer dinero, sino para demostrar al mundo que podía fabricar el mejor auto de todos los tiempos. En ese sentido, el fracaso fue el éxito. Bugatti se colocó en lo más alto del firmamento automotriz. Y aunque el balance financiero fue un desastre, el legado tecnológico del Veyron aún genera beneficios en cada nuevo modelo que la marca pone sobre el asfalto.
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